* Este 5 de septiembre se celebró el Día Internacional de la Mujer Indígena
* Las mujeres rurales tienen jornadas laborales de hasta 17 horas diarias y son las responsables de la producción y preparación de más de la mitad de los alimentos que se consumen diariamente en México.
Maricela conoció el racismo cuando cumplió seis años, cuando la inscribieron al colegio y se tuvo que mudar de la casa de sus abuelos, que estaba cerquita del río y de las milpas, para ir a estudiar a la cabecera municipal de Acambay, en Edoméx. Entonces, se enteró de que su piel morena y su idioma otomí eran motivo de burla y rechazo para sus compañeros de clases, para sus maestros y sus maestras.
A sus 50 años, Maricela Garduño está orgullosa de su herencia otomí. Y, cuando cuenta parte de su historia, reconoce los dolores provocados por un sistema de injusticias y discriminación que se ensaña con las mujeres indígenas, como ella. En México, según la Encuesta Intercensar 2015, de los 12 millones de personas que se reconocen indígenas (el 10.1% de la población mexicana) 6 millones son mujeres.
Este 5 de septiembre, día Internacional de la Mujer Indígena, Maricela se reunió, como lo ha hecho los últimos meses, con un grupo de mujeres con quienes estudia sobre temas de género y sobre sus derechos agrarios. Son temas que, según la experiencia de Maricela, están vinculados en la vida de las mujeres indígenas.
“Las mujeres somos las que nos damos cuenta de cuándo hace falta algo, de lo que pasa en el monte, de cuando falta el agua”, dice Maricela, y explica que son ellas las que atienden los conflictos relacionados con el despojo de tierras y recursos naturales de su comunidad. Por ejemplo, cuando se le dieron permisos irregulares a una empresa que entró a Acambay, sin consultar a la asamblea comunitaria, fueron ellas las que denunciaron la corrupción.
Las mujeres rurales que habitan los ejidos y comunidades, como Maricela, tienen jornadas laborales de hasta 17 horas diarias y según el Panorama Agroalimentario 2019, se estima que son las responsables de la producción y preparación de más de la mitad de los alimentos que se consumen diariamente en México, además de ser el 43% de la fuerza laboral.
Maricela trabajó desde que entró al colegio, para pagar las cuotas escolares. Tejía bolsas de plástico que sus papás iban a vender a la Ciudad de México. Eran viajes largos que les tomaban varios días, por lo que ella se quedaba sola y luego al cuidado de sus hermanos.
“Nos tuvimos que enseñar a hacer bolsas. Teníamos que llegar a la hora, sino había regaños. Comíamos apuradas y teníamos como tarea hacer cinco bolsas cada hermano. Luego, había que hacer los quehaceres de la casa, para terminar la tarea de la escuela. Lo último era jugar”, recuerda sobre sus primeros años de vida.
La familia de Maricela siguió creciendo. Eran ocho hermanas y hermanos. Ella estudió la preparatoria con una beca que le otorgó Conafe por ser maestra en una comunidad alejada de su casa, donde se pudo reconciliar con su herencia indígena.
“Ví su piel como la mía, niños con carencias de educación y de los servicios básicos. Las manchas de sus caras, así como yo las tuve. Y pensé: ‘somos iguales, no diferentes’. Ellos se trataban con cariño y la gente era tan amable. Y apreciaban todo”. Para Maricela fue sanador vivir en ese poblado, en donde la discriminación por la piel no se resentía entre iguales.
Por entender el otomí, los jóvenes le tomaron confianza. Y así pudo hablar con ellos de la importancia de su cultura y de su pertenencia. “Fue mi espejo”, dice Maricela.
A sus 17 años, pensó que podría trabajar sólo un corto tiempo antes de ir a la universidad, para ayudar a su mamá con los gastos de la casa. Ganaba tan poco en la papelería de Atlacomulco donde consiguió trabajo. Pronto entendió que no podía dejar sola a su mamá, quien era víctima de abusos y violencia, por parte de su pareja. “Yo defendía a mi mamá de mi papá con mi cuerpo”, recuerda.
A los 21 años, Maricela tuvo a su primera hija y el que era su pareja la dejó sola con el embarazo. Aún embarazada siguió trabajando y aportando dinero para mantener a sus hermanos. Nunca paró.
“Si yo hubiera ido a la universidad y hubiera terminado mi carrera… Si hubiera tenido una formación con la suficiente independencia y economía… No podía comer pensando que comía mejor que mis hermanos”, dice Maricela.
Ella sabe que su futuro hubiera sido mejor económicamente si hubiera estudiado la universidad, como sus hermanos más pequeños sí pudieron; pero ella no podía pagar el costo de migrar a la Ciudad de México y dejar de aportar el dinero de su trabajo para ayudar a mantener a su familia.
Ahora, Maricela analiza con otras mujeres indígenas sobre estas y otras problemáticas a las que se enfrentan. Anhela que ellas tengan más herramientas para enfrentar las violencias que padecen, y que conozcan los derechos a los que deben tener acceso.
“Cuesta mucho que las otras quieran ir”, cuenta Maricela que cuando las mujeres deben acudir al taller, muchas veces llegan acompañadas de sus maridos; pero son ellas las que deben irse a la hora de atender a los niños o de ir a preparar la comida. “Los hombres no se mueven, ellos se quedan porque disponen de su tiempo”.
A las mujeres que habitan los ejidos y comunidades, se les considera muy poco para la toma de decisiones, según la estadística del Registro Agrario Nacional (RAN), de los mil 733 presidentes de bienes ejidales, 804 son mujeres. Y de los mil 161 presidentes de bienes comunales registrados, apenas 69 son mujeres.
Desde 2016 se modificó el artículo 37 de la Ley Agraria para garantizar que ningún sexo tuviera más del 60% de representación, en los órganos de gobierno de los ejidos y comunidades; para 2022, un 21% de quienes integran los órganos de representación son mujeres; la mayoría siguen siendo relegadas a los cargos se suplentes o secretarias.
Reconciliarse con su historia ha sido, para Maricela, reconciliarse con todo su entorno: “en esa lucha constante de valorar mi piel, de valorar la tierra, de sembrar un maicito en mi casa… Fue recuperar mi alegría, recuperar el querer hacer las cosas”.